
Tenía tanto miedo. Me probaban el aparatito de GPS. Bip. Bip. Bip. Estaba definitivamente loca. Nos mirabamos mientras el suizo intentaba explicar el procedimiento en caso de avalancha. Si la nieve comenzaba a moverse, bip, bip, bip, no debíamos intentar ganarle a la avalancha. Debíamos esquiar en diagonal, luego mover los brazos como nadando entre la nieve y si una compañera terminaba tapada por nieve debíamos apretar el botón rojo.
Bip. Bip. Bip.
Eramos cuatro mujeres de cuarenta (y pico). Eramos cuatro madres de numerosas criaturas. Eramos cuatro esquiadoras intrépidas subiéndonos a un helicóptero azul para subir 4000 metros y luego intentar bajarlos.
La noche antes mi amado me daba ánimo. Tratá de dormir. Vas a poder. La primogénita me aplaudía. Diosa, ma! La segunda me retiró la palabra. ¿Qué querés probar con esto? El hincha de River me dió un beso. Cuidate, ma. Sus ojos preocupados. Los dos más chiquitos se metieron en mi cama. ¿Adonde vas mañana ma?
Nos abrochamos los cinturones. Marion almacenaba sus barritas de Hausbrot. Karen y yo rezamos. Soledad largó un grito. En eso juntamos las manos y gritamos todas y nos reímos fuerte. El piloto chileno se dió vuelta sonriente. Se llamaba Andres.
En eso, el viento causado por las palas del rotor del helicóptero desapareció. El ruido se acabó. Y ahi quedamos en la cima de un cerro llamado Ojo de Agua. Todo era silencio. Todo era gloria a Dios en las alturas. Y frente al Aconcagua, nos quedamos mirando el vuelo de una cóndor con su hijo.
No hay palabras para definir algunas experiencias. Quizás lo hice porque me faltaba un poco de vértigo en mi vida suburbana. O será simplemente el indicio más reciente en una silenciosa crisis de la mediana edad. O será que sigo siendo de Acuario. Sólo sé que cuando horas más tarde entramos al comedor victoriosas, había maridos, hijos, amigos y mujeres desconocidas aplaudiendo de pie a las cuatro aventureras más improbables de la alta montaña andina.